Daniel Fuentes Casado

Daniel Fuentes Casado. Templé los primeros rigores de la lectoescritura en las caligrafías Rubio, aunque aprendí a leer de corrido con los viajes de Simbad, el Marino. No es imposible que tanta aventura imprimiera un carácter culiinquieto que el tiempo no acaba de morigerar. Lloré a conciencia a la puerta del colegio todos los días de primero de parvulitos hasta la Semana Santa, y en segundo hasta Navidad. Es mi declaración de intenciones más honesta hasta el momento. Aunque nadie se molestó en explicármelo con estas palabras, la intuición infantil entendió prematura y sin error que la aprobación adulta pasaba por entenderse bien con los libros. Así que terminé por quererlos como a compañeros necesarios de armas. En lengua y literatura tuve los libros de Anaya de Lázaro Carreter. Honra, por cierto, a don Fernando.

Antes de que los cánones sesgaran el gusto, recuerdo un asombro idéntico ante dinosaurios, hazañas de pioneros y santos, Verne, hechos de armas, los tebeos de Bruguera, la colección de El Barco de Vapor y las revistas del corazón que leía en casa de mis abuelos en una sillita de enea. Y ante los ciclos de Charlot y los Hnos. Marx que echaban en la 1 cuando era la única cadena; o ante la tele, así, en general, las tardes muertas, cuando los veranos de tres meses no solo eran posibles, sino habituales y la santa molicie solo se veía perturbada por los cuadernillos de vacaciones Santillana.

De la molicie de aquellos lodos y de este año que empezó siendo de barbecho sabático y luego no lo fue, nace este poemario. Bienaventurados los que se aburren. Quien lo probó lo sabe.